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Y yo, abrazado a ella, te recuerdo.


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En el club suena The Weekend, y yo, abrazado a ella, te recuerdo.

Fuimos indestructibles durante meses. Inseparables. Insaciables de hecho.

Hicimos el amor en todas las playas que encontramos. Descubrimos que el placer no surgía de nuestros cuerpos, sino del entendimiento. Sentimos cosas que ninguno había sentido antes y lo hicimos todo sin decirnos ni una sola vez “te quiero”.

Eras lo más hermoso que había encontrado en el caos de mi vida. Tu rostro sencillo, tu piel suave, la vertiginosa curva sobre tu trasero y tus pechos pequeños de pezones perfectos.

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—Sabes a vainilla… —dije sonriendo con la boca entre tus piernas la primera vez que mi lengua recorrió tu templo. Al principio te daba vergüenza que lo hiciera. Tuve que atarte las manos un par de veces, hasta que por fin comprendiste que en la intimidad de dos amantes, no debe haber miedo, sólo secretos.

Nuestras noches eran interminables.

Recuerdo el techo abierto de tu Golf y tú conduciendo. Una mano en el volante, la otra en mi pierna. Sonreías llevándome a través de la ciudad.

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De local en local. Fiestas, amaneceres, botellas de Corona, gafas de sol y conversaciones en voz baja sobre lo grande que es el Universo.

Todo lo que teníamos era eso. Un espacio íntimo. Un refugio del mundanal ruido de este mundo en el que estamos inmersos.

Pero como tantas cosas en mi vida, no duró demasiado, pues todo era perfecto.

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—Me pides cosas que no tengo —me dijiste la noche del gran incendio. El incendio de mi puta vida pasada. Esa a la que tú prendiste fuego. —Me pides algo que no puedo darte… ¡joder!

Tenías el rimmel corrido, llorabas de pie mirándome con un cigarro en los labios.

—Creo que ya no siento lo mismo. Antes sentía algo que ahora no siento… —lo dijiste mirando al suelo. Pegaste una calada y susurraste repitiéndolo —Ya no lo siento…

Tu coche arrancado en aquel mirador y aquella puta canción sonando de fondo. The Weekend y su Ordinary Life.

Ordinario. Sé qué es cualquier cosa menos eso. Ordinario. De eso no tengo.

Soy ágil en la lucha, cruel contra aquel que merece un castigo severo. Soy educado con los buenos, generoso con los amigos y sucio en la intimidad de un apartamento. Soy el hijo del Diablo en ciertas ocasiones y el que paga las facturas cuando recupero el control de mi cuerpo. Soy el llanto de la rabia y el puño cerrado que golpea el cemento. Lo fui la noche en qué me dejaste sin más motivo que un capricho pasajero.

—Me duele hacerlo… Me duele, joder —susurraste llorando y en aquel momento me pareció sincero.

—Entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por qué? —chillé yo con el pecho abierto de dolor.

Me miraste negando con la cabeza. Pegaste una calada y guardaste silencio.

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No necesitaba una respuesta. Sabía que él había vuelto. El capullo de tu ex. Aquel que no supo ver lo que yo descubrí desde el primer momento. Lo mucho que valías y tu verdadero potencial. Ese que tú misma te empeñabas en negar. Él había regresado a la ciudad y te escribió diciendo “te echo de menos”.

La puta realidad, la que yo sabía gracias a mis colegas, es que a él se le había acabado el dinero de papá. Tú eras su juguete, algo que usar y tirar al cabo de un tiempo. Yo lo sabía y pude decírtelo, pero observándote ante mí, comprendí que no serviría de nada hacerlo. Él era un capullo, te había tratado mal y tú, como tantas chicas que merecen la pena, te habías enganchado al tipo incorrecto. Yo, que toda mi vida había sido el que vivía al filo de la navaja, me quedé prendado de ti y fui realmente bueno.

Te entregué mi mejor versión. Tú la disfrutaste un tiempo, y entonces él volvió y llegamos a aquel momento.

—Déjame que te lleve a casa… —me pediste con ganas de irte ya. Supe que querías cerrar mi etapa y volver a sus brazos de nuevo.

—Iré caminando.

—Ven. Sube, anda. Estamos lejos…

Te miré y un relámpago me recorrió por dentro.

—Tienes razón. Estamos lejos… Muy lejos.
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Cerré la puerta y tú arrancaste. Vi las luces del Golf perderse a lo lejos y comencé a caminar de vuelta a la ciudad.

Hace dos años, tres meses, seis días y cinco madrugadas de eso y ahora, mientras suena nuestra canción, te recuerdo.


Volví a ser el de antes, pero con una cicatriz en el pecho. Envolví mi corazón en un pañuelo y lo escondí en el último cajón de mi mesilla. De vez en cuando lo desenvolvía y lo observaba pensando si alguna vez lo usaría de nuevo.

Nunca miento. ¿No te lo había mencionado antes? Yo nunca miento.

¿Quién te he dicho que era antes? Vuelve más arriba y léelo de nuevo.

Exacto. Desde niño podía verlo. Escondido en la esquina de mi habitación, el Diablo me había observado toda mi vida. Mi madre me acunaba sobre su pecho y él sonreía satisfecho. Por las noches, cuando lloraba, antes de que ella se despertara, era él quien se inclinaba sobre mi cuna y me calmaba con su voz grave.

—Duerme pequeño… Duerme —me susurraba el príncipe de los Infiernos y yo me dormía de nuevo.


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Se convirtió en el padre que nunca tuve. Mi madre me contó cuando tuve edad para saberlo, que mi padre era un marinero que murió en una plataforma petrolífera del mar del Norte cuando yo era un recién nacido.

Me lo contó siendo un niño y yo supe que no era cierto. Mi padre era Él, aquel que cuando tu me dejaste comenzó a visitarme noche tras noche al verme destrozado como un muñeco de trapo.

—No podrás vivir así mucho tiempo… —me susurró una noche. En sus grandes manos, sostenía con delicadeza mi corazón envuelto en aquel pañuelo.

—No necesitó el amor.

—Te equivocas. Es lo único que necesitas.

—¿Qué sabrás tú de eso? —respondí lleno de dolor. Sus ojos amarillos refulgieron en la oscuridad y sonrió.

Era mi secreto. No temer al Diablo. Entonces me pregunté si tendría más hijos repartidos por ahí. Me pregunté también si su opuesto, ese tal Dios existiría y si acaso él tendría vástagos como yo.

—Yo quise a tu madre —me dijo con voz grave y yo lo miré con gesto serio. Él leyó mi pensamiento —La quise una noche, lo juro por Dios… —y sonrió de forma provocadora —. Debes comprender algo para entender cómo funciona el mundo.

El amor, hijo mío, no está condicionado por el Tiempo.

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—Amarás una noche o una vida. Amarás a mujeres cuyos nombres se perderán en tu recuerdo. Amarás de un modo pasional o de uno discreto. Lo harás porque está en tu condición hacerlo… —susurró con un mal disimulado orgullo paterno —. Pero cuidado, una vez en tu vida, un amor será diferente al resto.

—¿Cuál?

—Lo sabrás llegado el momento.

—¿Cómo?

—Porque cuando no esté, te sentirás huérfano.

Y ahí comprendí que sabía más no por quién era, sino por viejo. Su figura se esfumó en mi habitación y yo sentí latir el corazón de vuelta en mi pecho. Y volví a salir y a buscar el calor de otros cuerpos.

Pasaron los meses y me sentí mejor que nunca. Más sabio, más seguro de mí mismo, más invulnerable y por ello, más cercano al resto. Sentía que nadie podría hacerme daño de nuevo.

Entonces pasó lo que tenía que pasar. Él se cansó de ti. Sus padres se cansaron de él, y le financiaron otra etapa lejos de casa con su dinero. Se marchó dejándote en la cuneta y tú regresaste al único lugar en el que te habían tratado del modo correcto.


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—¿Cómo estás? —me preguntaste la siguiente vez que volvimos a vernos.

—Bien… —respondí con una sonrisa siendo sincero…

Me contaste tu vida, la que yo ya sabía, pues de algún modo, en mi interior despertaban ciertas habilidades heredadas de mi viejo. Y al final de tu monólogo, como yo ya sabía que ibas a hacer, me ofreciste volver.

—Creo que es mejor dejarlo así… —aquello te pilló por sorpresa.

—¿No me has echado de menos?

—Mucho —respondí siendo sincero —. Me dolió perderte, y te lloré mucho tiempo, pero, ¿sabes qué? —Me mirabas sin comprender —. Nunca me sentí un huérfano.

Sonreí, te di dos besos y me alejé sonriendo. En la barra, reconocí a mi viejo camuflado entre el resto . Sus ojos amarillos refulgieron cuando levantó su copa hacia mí.

No te volví a ver y he de confesar que desde entonces, han pasado un ciento.

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Amores de una noche, de una semana, de un verano. Historias que se quedarán en secretos. De todas ellas aprendo. De todas queda algo bueno. Un poso, un olor, una caricia, un abrazo, un beso…

Sé porque confío en él, que un día, alguna de esas historias me golpeará con la fuerza de un tsunami, pero mientras me entretengo. Lo haré hasta sentir que alguien me haga sentir un huérfano.

—¿Bailas? —me pregunta una morena de ojos color cielo. Su boca es ancha, sus dientes perfectos.

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Sonrío y pegamos nuestros cuerpos. En la barra hay un tipo alto de pelo blanco y ojos azules. Viste de blanco y tiene una copa en la mano. No le quita el ojo de encima y a pesar de estar camuflado en la multitud, destaca sobre el resto.

—¿Quién es? —le preguntó de modo discreto. Ella me mira y sonríe como ocultando algo.

—Mi viejo… —dice analizando mi reacción.

Nos miramos y más allá de su belleza trato de analizar quién es en realidad. Su padre me sonríe y yo reconozco en su porte, una fuerza que me resulta familiar.

La miro de nuevo, respiro el aroma de su cuello y algo me dice que tal vez sea ella, la que al fin, tenga el poder de hacerme sentir un huérfano.


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Y en el club suena The Weekend, y yo, abrazado a ella, te recuerdo.

 
 
 

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