Desperté
- Ramón Otero

- 23 jul 2024
- 6 Min. de lectura
—¿A dónde vas? —le pregunté.
Estaba en una playa. No recuerdo qué playa. De ella sí recuerdo que sus ojos eran azules y su rostro complicado. De un lado reflejaba inocencia, de otro, que ocultaba un gran pasado. Uno de esos jodidos y oscuros que curten y dejan marcado.
—Voy hasta el final… —respondió sonriendo de medio lado —. Supongo…
Lo añadió con un deje de tristeza, como no dando nada por sentado.
Vi sus cicatrices al momento. No las de su piel, sino las que ocultaba debajo.
Me senté a su lado en la orilla y esperamos. Esperamos por la puesta de sol porque ambos teníamos algo claro. Los atardeceres son como los besos. No hay dos iguales. Siempre tienen algo…
—¿Crees que todo acaba cuando morimos? —le pregunté.
—Creo que después de esto hay algo… —contestó encogiéndose de hombros—. Creo que vamos y venimos. Que una vez y otra comenzamos…Que soñamos… —y esto lo dijo con una sonrisa en los labios.
—¿Por qué lo crees? —pregunté viendo el sol comenzar a descender hacia el otro lado del Atlántico. Ella me miró a los ojos y sentí una electricidad recorrerme de arriba abajo.
—Porque siendo niña, yo ya había vivido demasiado.
Fue la tristeza con la que lo dijo la que me erizó el vello. Deseaba coger su mano, sin embargo, la sentía a millones de kilómetros de mí a pesar de estar a mi lado.
—Estamos solos, ¿sabes? —continuó diciendo.
—¿Dónde?
—En todas partes… —dijo señalando hacia la puesta de sol.
Y viéndola, nos quedamos callados. Yo traté de guardar los detalles de aquel atardecer en mi mente por si no volvía a ver ningún otro a su lado. Una nube color púrpura, un cormorán volando… Cuando el sol se ocultó por completo siguió hablando.
—Por más que vivamos rodeados de gente, estamos solos eternamente.
—Suena triste.
—Que algo sea triste no significa que no sea acertado.
—Yo no me siento solo…
—Entonces considérate afortunado —respondió atravesándome con sus ojos arrasados en lágrimas.
La tristeza es un pozo del alma. En ella vertemos desde los momentos buenos a los malos. Por más extraño que parezca, la gente ignora muchas veces que su mayor felicidad de hoy será su mayor tristeza de mañana. Es algo inherente a la condición humana. Es el doble filo de la navaja. Es la aventura de vivir y algo que nos marca.
Hay personas que no se atreven a amar por miedo a perder. Hay quienes jamás se lanzan al mar sin saber antes si van a hacer pie. Jamás he comprendido esa manera de vivir. Yo, que soy un especialista en bailar en el alambre, en coserme las heridas y levantarme tras caer.
—Si vas a tener miedo a vivir, ¿entonces para qué? —me preguntó ella —. ¿Para qué todo esto? —y señaló a nuestro alrededor. La playa, el mar, y el cielo cubierto de estrellas sobre nosotros de una forma que jamás olvidaré.
—Algunos dicen que la Tierra es una cárcel —le contesté —. Dicen que estamos presos en una especie de colmena. Que somos zánganos alimentando a una especie de criaturas reina.
—¿De qué se alimentan?
—De nuestro miedo. Del odio… De la guerra.
—Eso sí que sería triste…
—Bueno. Otros creen que esta vida es un regalo en mitad de otras vidas.
—¿Un regalo?
—El regalo es que todo sea tan fugaz, tan volátil como aquí lo es. Poder morir en cualquier momento, que pase en un instante comparado con la edad del universo… Envejecer.
—Envejecer… —repitió ella.
Aparentaba veinte, y ella era un puto diez. Su melatonina la llevaba a flor de piel. Su melena rizada, su forma de mirar. Su insolencia latente gritando “Soy la dueña de mi mundo. Todos los vais a ver”.
Me miró a los ojos y sentí ganas de besarla. Estaba a mi lado, observándome como si nada y yo sentía que me desnudaba. Me imponía su fuerza y su aura. Sin duda, era un alma veterana.
—¿A qué tienes miedo? —me preguntó.
Y antes de contestar pensé.
—A qué tengo miedo… No lo sé. Tengo miedo a no dar la talla. Tengo miedo de gastar esta bala y que sea la última. Tengo miedo a que todo me pase demasiado rápido y no aprovechar la vida…
—¿Las has aprovechado? —sonreí y la miré.
—La he aprovechado bien…
—¿Qué te queda por hacer?
—He cumplido sueños, pero no todos mis retos. Siempre busco algo que hacer.
—Dicen que es el secreto para nunca envejecer. Seguir buscando desafíos que te llenen. Ponerte a prueba y nunca ceder…
—Pero luchar siempre, cansa… —contesté.
Se giró para mirarme de nuevo. La osa menor se movía sobre nosotros en el cielo, a lo lejos el centro de la galaxia M83.
—Podemos luchar juntos… —y por primera vez vi en su mirada un leve destello de luz invitándome a cruzar el millón de kilómetros de mi piel a su piel.
—No tengo mucho que ofrecer… —me sinceré.
—Tienes tus ganas y tu vida. Tienes fuerza, eso se ve. Tienes un mar para navegar conmigo y tienes miles de días para que veamos atardecer.
—¿Y cuándo las cosas se compliquen?
—Mantendrás la calma y yo te ayudaré.
—¿Por qué?
Sonrió mostrándome sus dientes y yo imaginé su lengua.
—Porque tu momento ha llegado. Es hora de que alces de nuevo. Es el momento de recomponerte y esta vez sí, vencer.
—¿Vencer? —pregunté perdido en sus ojos.
Y ella, joven y hermosa, se inclinó hacia mí y me lo susurró.
—Vencer.
—¡Sven! —grita el sargento a mi lado.
Lluvia, barro, trozos de un compañero que ha muerto desmembrado. Acabo de despertar de un lugar que jamás he visitado. Sé que a ella no la he conocido nunca ni la conoceré. “En otra vida, quizás” susurra una voz en mi interior.
Y yo regreso a mi presente. El frente de batalla. Carros de combate, un fuego de artillería constante y los soviéticos machacándonos con sus órganos de Stalin. La batalla de Sebastopol y yo todavía la escucho a ella, joven, rubia, hermosa, mientras me susurra en aquella playa “Vencer…”
—¡Sven! —me repite el sargento. Me centro de nuevo y me encuentro en mitad de la trinchera. El teniente ha muerto, el brigada también. Solo quedamos dos —. ¿Qué hacemos Sven?
Y un instante antes de que ese obús caiga sobre la trinchera, respondo en paz lo que ella me ha susurrado el instante antes en una playa que nunca conoceré.
—Vencer.
Y la explosión nos borra del mapa. Y nuestros cuerpos se desintegran y dejamos de existir como tantos ese día. Cada uno con sus sueños. Con sus vidas. Con sus anhelos y sus ganas de amar a alguien de verdad, al menos una vez.
Me despierto a su lado y seguimos en la playa. Tengo mi cabeza en su regazo.
—Te has dormido… —susurra acariciándome el pelo.
Algo me dice que no soy capaz de discernir mi sueño de la realidad. No recuerdo cómo he llegado a esa playa. No recuerdo cómo se llama, ni sé quién es. Lo único que sé es que su presencia me reconforta. Que siento un amor puro por ella y que el contacto con su piel me hace mucho bien.
—¿Qué es este lugar? —pregunto perdido y ella me sonríe —- ¿Quién eres?
No deja de acariciarme el pelo. Estando en su regazo, mirándola a los labios tengo todavía más ganas de besarla, pero no me atrevo a salvar la distancia.
—Soy tu último tren, Sven… Tu última oportunidad de hacer las cosas bien.
—¿Qué cosas?
—Todo… Tu vida. Tú. Soy la respuesta a tantas preguntas. Soy la que siempre has querido que fuera. Lo peor y lo mejor a la vez.
Y sin saber el motivo, se lo pregunto.
—¿Me harás daño?
—Te destrozaré… —Sé que no miente —. Pero antes… —sonríe y las yemas de sus dedos acarician mis labios—. Antes te demostraré hasta dónde llega tu vida y todo lo que el mundo te ha podido ofrecer. Antes, haré que tiembles de placer y te susurraré secretos que nadie ha podido ver. Antes, te llevaré a cruzar este mar y haré que cada instante cuente. Eso haré.
—¿Por qué lo harás?
Y sonriendo se inclina sobre mí y a un centímetro de mi boca me lo susurra.
—Porque tú me has puesto aquí para que lo haga… —y me besa. Y mi lengua responde a la suavidad de la suya y besándonos y haciendo el amor, así nos encuentra el amanecer.
Y solo cuando el sol surge tras las montañas, después de haber descubierto lo profundo e intenso que es con ella mi placer, se lo pregunto otra vez.
—¿Cómo es eso? ¿Te he puesto aquí para que hagas qué…?
—Todavía no lo comprendes, ¿verdad? —susurra mirándome con compasión.
—Entender qué…
Y coge mi cara en sus manos y mirándome con sus ojos azules me lo susurra antes de que despierte.
—Que la vida es sueño, Sven. Eso es lo que es.
Y soñándola.
Desperté.













Comentarios