Tarde o temprano, todos nos quemamos.
- Ramón Otero

- 20 jun 2023
- 6 Min. de lectura

—Te amaré siempre —dijiste aquella noche mintiéndome a la cara después de tu segundo orgasmo.
Y yo me lo creí, porque amanecer contigo, hacía sonreír a mi alma. Tú, sin embargo, tenías todo planeado.
—Nunca había estado con una mujer como tú —confesé yo, creyendo que mis palabras te hacían sentir algo.
Tú sonreías mirando las luces de la ciudad frente a nosotros en la noche.
—Todavía no me conoces…
—Lo suficiente…
—¿Eso crees? —preguntaste buscándome con tu mirada.
Me encendías con una sonrisa. Me dominabas con los gestos de tus manos. Me usabas para sentirte amada, y yo jamás lo habría imaginado.
Y tus dedos se perdieron en mi pelo. Y tiraste de mí llevándome a tu cara. Nos quedamos a un palmo. Tú sostenías mi mirada, yo palpitaba por meter mis dedos en tu boca y cruzar la frontera de tus braguitas con mis labios.
—¿Te gusta jugar con fuego? —preguntaste.
—Me gusta que las cosas ardan.
Y me mordiste el labio hasta hacerme sangrar antes de pegarme una bofetada.
Y sobre el capó de aquel viejo Golf, acaricié tu sonrisa vertical sin dejar de besarte y te hice estremecerte una y otra vez mientras de fondo sonaba aquella canción triste de guitarra.
—Te acabarás quemando… —solías decir cuando me montabas.

—Tarde o temprano, todos nos quemamos… —respondía yo perdido en tus labios.
Terminamos de follar y desnudos, en el asiento de atrás, nos quedamos abrazados. Tu corazón latía acelerado y sudabas. En esos momentos parecías en calma.
—Siento tus ganas… Cada vez que follamos, siento tus ganas…
Decías eso y yo callaba. Porque de haber hablado, me habría sentenciado.
—Lo sientes porque te amo. Lo sientes, porque nunca en mi vida había conectado tanto.
Eso te habría dicho, pero por miedo, decidí guardármelo.
Éramos nocturnos. Cada noche lo hacíamos en algún lado. En el viejo castillo abandonado, en la playa cenando algo… Aquel viejo Golf fue testigo de todos nuestros pecados. Yo conducía cruzando la ciudad mientras aquella canción sonaba contigo sentada a mi lado.

Dicen que el amor es ciego, pero en realidad, somos nosotros los que nos cegamos.
Estaba enganchado. Terriblemente enganchado. A tu olor, a tus ojos, al sabor de tus labios… No esos… los de abajo. Por eso sentí un relámpago la noche que comiendo una Gran Kahuna sobre el capó del Golf te escuché decir aquello.
—Quiero largarme de esta ciudad… Comenzar en otro lado.
—Me iría contigo… —respondió el imbécil de mi pasado y tú sonreíste.
—¿De verdad?
—Y tanto…
En una décima de segundo, mi alma viajó al futuro y regreso a aquel presente que ahora es pasado. Sopesó miles de opciones y algo le quedó claro; mi vida sin ti ya no tendría sentido. Definitivamente, estaba enganchado.
—Me iría a las islas. A vivir junto a la playa. Quiero mar y menos asfalto. Quiero palmeras y cielo azul… Que sea verano todo el año.
Yo podía imaginarnos ya viviendo en un pequeño apartamento con vistas al mar. Preparándote el desayuno cada mañana, haciendo el amor en calas escondidas y buceando juntos en el Mediterráneo.
—Hagámoslo… — respondí. Tú me sonreíste de nuevo y creo que en aquel instante, me miraste de verdad. Tus ojos me analizaron.
—¿Por qué me quieres tanto?
Me encogí de hombros y te fui sincero.
—Porque eres lo mejor que me ha pasado.
Eras mi central nuclear particular. Mi parque de atracciones favorito. Eras todo lo que me importaba en el mundo y yo, el tipo más afortunado.

Aquella noche te llevé a tu casa. Antes de bajarte del coche te me quedaste mirando. Tus ojos brillaban, tus labios y tu lengua me buscaron. Los besos de aquella noche… Joder, nena… Todavía hoy los sigo recordando.
—Gracias —me dijiste. Me besaste de nuevo, abriste la puerta y me miraste una vez más —. Gracias por quererme tanto.
Te bajaste, cerraste la puerta y te alejaste hasta tu portal caminando. Cuando te vi subir arranqué, bajé las ventanillas y subí el volumen de la radio. Me encantaba conducir en la noche. Crucé el puerto con una sonrisa en los labios. Atravesé las avenidas con los semáforos en ámbar y aquella triste canción seguía sonando.
Era el hombre más afortunado, pues tenía un futuro a tu lado…
Pasaron dos días y no supe nada de ti. Comencé a preocuparme cuando no respondías a mis llamadas. Mis mensajes se quedaban en recibidos. Nunca llegaste a contestarlos. No conocía a tus amigas, lo único que sabía de tu vida, era cuál era tu lugar de trabajo.
Tras la barra de aquel pub te había conocido y ni siquiera allí supieron decirme qué te había pasado. Llamé a los hospitales, pero de ti no había rastro. Creí que iba a volverme loco. Lloré noche tras noche, incapaz de comprender qué estaba pasando.
Tardé semanas en asumir que te habías esfumado. Aún así, alguna noche, aparcaba el Golf delante de tu portal y me quedaba esperando. Llegó un momento en que pensé acudir a la policía, pero entonces conocí a una de tus compañeras de trabajo.
—¿Eres tú verdad? —me preguntó una noche.
Era sábado, el local estaba lleno, y yo, en una esquina de la barra, estaba completamente borracho.
—Eres tú el chico que tanto la quería, ¿verdad? —mi corazón pegó un salto
—¿Sabes dónde está? —pregunté ilusionado
Vi sus ojos brillar. Estaba a punto de llorar cuando disimuló limpiando la barra con un paño.
—Eso no hace… —susurró —. Lo que ella te ha hecho no se hace.
Y entre chupito y chupito de José Cuervo, me contó que tú, sin esperarme, ya te habías marchado.
—Había otro. Un chico que vive fuera. Un jugador de fútbol con dinero. Le ofreció que se fuera a las islas con ella. Un buen coche, una casa… No tendría que buscar trabajo. —Lo dijo y se encogió de hombros —. No se lo pensó. Simplemente hizo las maletas y se marchó…
—¿A dónde? —pregunté yo mientras sentía como mi alma se iba resquebrajando.
—¿Qué más da? Ella se ha largado…
—Pero quiero…
—No… —me dijo con profunda tristeza —. Eso te dolerá más. No la sigas buscando.
Asentí en silencio. Me terminé de emborrachar, perdí el sentido y a la mañana siguiente aparecí durmiendo en un cajero, con la camiseta rota, sangre de alguien en mis nudillos y peste a haber vomitado.

Como un lobo aullé a la luna noche tras noche. Lo hice al imaginar a quien besarían ahora tus labios. Lo hice, por echar de menos tu sabor, y el roce de tus manos.
—Te amaré siempre… —decías en mis pesadillas y yo me despertaba alterado.
Estabas en todas partes de aquella puta ciudad. En cada esquina, en cada mirador de los que habíamos follado. En cada avenida, en cada playa, en cada ola de aquel mar que escuchaba pensando que tú ya me habías olvidado. Y aquella triste canción sonaba mientras conducía como un relámpago.
—Quiero morirme… —me decía cuando me venía del todo abajo.
Aquella traición que habías urdido, se me enroscaba en las tripas como una serpiente que poco a poco me estaba matando.
Como un perro abandonado vagaba sin rumbo buscando algo. Encontré amores de barra, amores profanos, amores de madrugada y amores pagados.
—Todos ocultamos una herida —Me dijo una vez una puta después de haberle pagado cincuenta pavos —. La tuya es profunda. Para curarla necesitarás años.
Ni pude follar con ella, de tanto que me dolió escucharlo.
Pero la puta se equivocaba, pues fueron lustros, no años.
De niño pasé a hombre. Tu fractura me hizo madurar en un instante. El precio, fue que jamás volví a dar tanto. Nunca quise del mismo modo, nunca arriesgué aquello que a ti te había regalado. Otras llegaron. Unas pocas dejaron su huella, pero de todas aprendí algo.
Mi tristeza, poco a poco, la fueron decorando. Cada una dejaba pinceladas de su color y cuando me di cuenta, el negro de mi alma, era ahora un hermoso cuadro pintado.
—Me gustaría haberte conocido antes… —me dijo una vez una de ellas en nuestra primera noche.
—¿Antes de qué?
—Antes de que te hubieran arrancado un pedazo… —respondió acariciando mi pecho.

Y yo sonreí recordándote a ti. Tus manos, tu forma retorcida de morderme y cómo me susurrabas montándome… “Te acabarás quemando”.
Ahora lo sé. Ahora comprendo que me hiciste un favor. El dolor que me rompió… Tu dolor, fue un paso necesario. De lo contrario no habría crecido, no habría madurado, ni sería el hombre que soy. Uno que una vez fue un crío que iluso de él, decía algo a quien sólo el Tiempo mostró su verdadero significado…

—Tarde o temprano, todos nos quemamos…









Comentarios