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Son Recuerdos

Anocheció. Estábamos, tú, yo y la puesta de sol.
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—Cinco minutos… —susurré y tú asentiste en silencio.

—Dicen que de todo lo que hay en el Universo, sólo conocemos el 4% —dijiste mirando hacia el mar.

—¿Y el resto?

—Materia oscura, energía… Cosas que no comprendemos —me encantaba escucharte. Me gustaba casi tanto como tus manos de largos dedos.

Tú seguiste hablando, yo escuchaba sin dejar de pensar. Pensaba cosas como que el Universo debe ser más increíble de lo que imaginamos, pues si solo con el 4% había creado a una criatura como tú, qué no podría hacer con el resto.

Un par de birras y un lugar tranquilo para hablar. No necesitamos más que eso.

Éramos dos desconocidos que se habían encontrado por casualidad. Tú eras sensatez, yo un caos completo. Una perra vieja y un lobo solitario que nunca dejaba de buscar respuestas más allá de lo que vemos.

Te habría dicho tanto, pero me lo tuve que guardar, pues no era el momento.

—Tres minutos… —dije y me miraste con miedo.

—¿Crees que hay algo más? —me preguntaste —. Cuando esto termine, ¿volvemos?

El sol ya se había puesto, pegué un trago y te fui sincero.

—Ojalá haya más. Ojalá seamos más que un cuerpo. Me gustaría pensar que no todo se limita a esto.


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Te habría dicho más. Te habría cogido la mano y dicho lo que de verdad pensaba al ver tus ojos casi negros. “Ojalá, si volvemos pueda compartir contigo algo de tiempo”.

Callamos más de lo que decimos y sin embargo, a veces, con nuestras palabras no expresamos tanto como con nuestros silencios. Algo debiste de notar, pues me miraste de un modo incierto.

—¿Y si no hay más?

—Entonces para qué tener miedo. Todo es esto. Lo que no digas no se dirá jamás, lo que no vivas, se habrá perdido para siempre. Las canciones que no compongas nadie las compondrá, los atardeceres que no veas, los viajes que no hagas, las personas que no conozcas, los besos que no llegues a dar… —dije mirando por un instante tus labios. Tú lo supiste captar—. Todo eso se perderá. Si no hay nada más, solo nos queda vivir hasta que se agote el tiempo.

Tú mano cogió la mía y entrelazamos los dedos.

—Me gustan tus manos… —dijiste con una sonrisa triste.

La alerta había llegado a nuestros teléfonos unas horas antes. La Solar Orbiter había detectado el evento Miyake definitivo. Una erupción solar clase X como no se había registrado nunca, surgía del sol en dirección a la Tierra.

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—Barrerá la magnetosfera. Cualquier cosa que tenga circuitos quedará inutilizada. Volveremos a la edad de piedra. Será el fin de la civilización como la conocemos.

El caos se desató en la ciudad. Yo decidí que si el fin del mundo iba a llegar, a mí me encontraría en mi playa. Me bajé con un par de cervezas para disfrutar del Armageddon y allí estabas.

Apenas te conocía de vista. Nos habíamos cruzado un par de veces. Las otras ocasiones, tú leías en la arena y yo te observaba. Me sonreías cuando te marchabas y ahí se quedaba todo. Lo que no sabías es que por las noches, yo te soñaba. Soñaba que veía a tu lado la puesta de sol y tú me pedías que te abrazara. Solo eso soñaba y al día siguiente, volvía a aquella misma playa para observarte mientras leías, pero yo nunca me acercaba.

Y ahora que el mundo se terminaba, allí estabas.

 

El cielo se tornó noche y sobre él comenzó a formarse una aurora en tonalidades verdes y blancas.

—Ya llega… —susurré.

Asentiste en silencio y me miraste.

—¿Me abrazas?

Te estreché entre mis brazos, olí tu pelo y sin saber por qué te besé en el cuello. Lo hice porque quedaba un minuto para que llegase aquella llamarada de fuego. En la ciudad había incendios y se escuchaban sirenas. La gente, en el último instante, se mataba por cosas materiales que por más que costasen millones, a las puertas del fin del mundo, no valían una mierda.

Yo, sin embargo, me sentía afortunado contigo en mis brazos. Aquella playa, tú... Si el mundo iba terminar, no habría para mí mejor lugar.

Y entonces pensé que, quizás, en el fondo Dios sí existía y cansado de ver como habíamos fracasado como sociedad, nos arrojaba aquella lengua de fuego para reiniciar su obra y empezar de cero.

—Me alegro de no estar sola… —susurraste mirándome.

Acaricié tu mejilla. El cielo estaba completamente encendido en colores. Tus ojos oscuros reflejaban el verde de la aurora.

No te pedí permiso, simplemente supe que había llegado la hora. Era eso o nunca, y mis labios rozaron tu boca. La llamarada arrasó la atmósfera. Tu separaste tus labios y me devolviste el beso. El fuego barrió el cielo, pero no me soltaste en ningún momento, y yo, sintiendo tu cariño, creí que aquel instante duraba horas

Sentimos el calor llegando como una ola, y abrazada contra mí, te escuché decir.

—Búscame si volvemos…

Y me besaste de nuevo...


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Y el mundo se convirtió en fuego. Y todo terminó en un momento.

 

Abrí los ojos mirando al techo. Llevabas semanas robándome el sueño. Al otro lado estaba contigo, aquí, sin embargo, no era capaz de acércame a ti por miedo.

Por la ventana vi el cielo azul. De algún piso cercano me llegaba el aroma a café recién hecho. En la cocina arranqué la hoja del calendario. Uno de junio, no eran las ocho de la mañana y habíamos superado los treinta grados sin esfuerzo.

—Los científicos advierten que el sol sufrirá una inversión de los polos magnéticos en cualquier momento… —decían en la radio.

Me pegué una ducha, me fui a trabajar y a última hora bajé a la playa. Allí estabas como cada tarde, leyendo. Ajena a todo lo que te rodeaba, incluso a mí. Entonces levantaste la vista. Primero me sonreíste, pero después tu rostro se tornó serio.

Te acercaste caminando sin apartar tu mirada y yo sentí miedo.

—¿Nos conocemos? —me preguntaste.

Tus ojos oscuros me escrutaban. Todo en ti me era familiar. Tus manos, tus largas piernas, tu figura alta y estilizada, el olor de tu cuello.

—No… —respondí yo —. Vengo por las tardes y a veces te veo leyendo. Será de eso...

Pero eso no te llegó.

—No. Eso no. Te pregunto, si ya nos conocemos...

Me quedé mirándote. Acababas de preguntarme si nos conocíamos de antes. Yo no sabía qué contestar. Te había besado en sueños. Me habías abrazado mientras el sol arrasaba el cielo. Pero, ¿cómo te iba a explicar eso? Respondí como los idiotas suelen hacerlo. Bromeando. Sonriendo.

—Quizás te he visto en sueños.

No había ni una pizca de broma en tus ojos. Cogiste mis manos y las miraste. Mis tatuajes, mis cicatrices… mis defectos.

—Tus manos… —susurraste sin soltarlas—. Las recuerdo…

No entendía a qué te referías, pero vi tus ojos llenarse de lágrimas y sentí algo que se cernía sobre mi vida. Me miraste del mismo modo que en aquel sueño justo antes del beso. Quise hacerlo. Quise salvar mi distancia hasta ti y besarte, pero entonces dijiste algo que fue mi fin y mi comienzo.

Dijiste algo que cambió por siempre mi vida, pues le dio un sentido nuevo.

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—No son sueños. Son recuerdos.

 
 
 

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