La muerte del deseo
- Ramón Otero

- 11 jul 2023
- 5 Min. de lectura

Abrigar un corazón huérfano. Despertar un alma aletargada. Devolverle a alguien lo más preciado que puede haber perdido; Tiempo. Todas son cosas que antes no apreciaba, o que ni siquiera me habría planteado, y sin embargo ahora me motivan y cobran un sentido certero.
Libertad, es lo único que mi madre me dijo que buscase desde el momento de mi nacimiento.
—Un camino. Tus propias reglas. Vivir libre, sin colores, religiones, ni nada que te sea impuesto.
Salvaje e impredecible es el camino de quien elige vivir según su propio credo. Salvaje y solitario en determinados momentos.
En la noche de los tiempos, los humanos se arremolinaban en torno al fuego buscando abrigo y consuelo. Buscando una protección de los demonios de la oscuridad, y de aquello que más ha atemorizado siempre al homo sapiens; el desconocimiento.
El desconocimiento de uno mismo es la mayor carga que alguien puede soportar, y su mayor riesgo no reside en la falta de conocimiento en sí, sino en ignorar que apenas sabemos nada del Universo y de lo que tenemos verdaderamente dentro.
Valiente, es la madre que se arroja a un incendio para salvar a sus pequeños. Valiente también, quien teminéndose encontrar lo peor en sus propios sótanos, se arma de valentía y desciende a lo profundo de su psyque para comprenderse mejor y afrontar sus limitaciones, sus capacidades y como no, sus miedos.
La noche que te conocí te observé en silencio. Tus maneras, tu forma de moverte y cómo hablabas con voz calmada sólo cuando tenías que hacerlo. Le salvaste la vida a aquella desconocida y luego te alejaste para fumar en silencio.

Parecías pensativa, como si llevaras millones de cosas en tu cabeza, yendo y viniendo. Me pregunté cuál sería la carga que parecía atribularte por dentro.
Tardamos semanas en volver a vernos. Fue una noche de fiesta. No me sonreíste al vernos. Parecías seria y yo pensé que aquello no podía ser bueno.
—¿Te puedo invitar a un tequila? —pregunté con respeto.
Sin decir nada te giraste y a la camarera le pediste dos de José Cuervo. Y vinieron otros tras el primero y sin quererlo aparecimos en una playa, contemplando el mar, sin ganas de irnos a casa y con el sol amaneciendo.
—Si lo pienso… —me dijiste contemplando las olas —Si realmente pienso en ello… La vida me ha pasado en un momento. —Pude contestar, pero preferí no hacerlo. Siempre me ha gustado escuchar y tú necesitabas soltar lo que llevabas dentro. — Tengo dos niños. Los hijos perfectos… —tus ojos se llenaron de lágrimas y sonreíste un momento —. Tengo amigas, tengo familia, tengo pretendientes, tengo trabajo y dinero…
Negaste con la cabeza y me miraste un instante. Uno que duró años desde que la luz recorrió la distancia entre nuestros cuerpos.
Años grises en los que no habías vivido, años en los que cometiste el error de amarrar tu nave al puerto incorrecto, años de un amor desperdiciado que terminó siendo dolor sincero. Años, que se habían llevado tus mejores años, y eso te dolía, pero el dolor era menos cada vez que veías a tus hijos corriendo hacia ti sonriendo.
—Tengo todo eso… —me seguiste diciendo. —Y sin embargo, a veces siento que me falta algo.
—¿Qué te falta? —pregunté. Sabía que sabías lo que querías decir, pero eras incapaz de hacerlo.
Me miraste otra vez. Me fijé en tus rasgos marcados, tu boca sensual de labios gruesos, tu mandíbula firme… Y tú te abriste a mí, a un desconocido, mientras el cielo se volvía celeste allí por donde poco a poco iba amaneciendo.
—Tengo todo lo sé… —comenzaste a decir con cierta nostalgia —.Tengo el 99% de lo que cualquier persona querría en su vida, pero me falta ese 1%. El 1% más importante. El que hace que todo trascienda. El que hace que la vida se vuelva intensa… Me falta la pasión. Me faltan momentos que sean recuerdos… Me faltan el caos, la motivación y el descubrimiento…

—¿Qué quieres descubrir? - pregunté viendo como los primeros rayos del alba se colaban a través de tu pelo.
—Hasta dónde puedo llegar.
—¿Te refieres a tus límites? —pregunté yo.
—Eso es lo que quiero —respondiste asintiendo —. Quiero conocer las partes de mí misma que siempre me han dado miedo. Quiero romper la barrera que me impide hacerlo.
Imaginé decenas de habitaciones con puertas cerradas y a oscuras en tu interior. Lugares que yo, a pesar de ser sólo un desconocido, también querría haber descubierto.
—¿Cómo has llegado a este momento? —pregunté mirándote a los ojos. —Una mujer como tú. Tan atractiva. Con esa fuerza que llevas dentro… ¿Cómo llega a esto?
Te encogiste de hombros y sonreíste con tristeza.
—La marea de la vida supongo…
—La marea… —repetí yo mirando el mar.

La marea contra la que no se puede luchar. La que deriva con su fuerza el rumbo que marcamos, y nos arrastra a lugares inciertos. Esa marea había llevado a una mujer como tú a un lugar gris, entre dos mundos. Un continente en el cual nada terminaba de excitarte por completo. Y allí estaba yo, otro náufrago que llevaba años improvisando con mis velas, adaptándome a cómo rolase el viento.
Nos quedamos mirando. Nuestras manos se rozaban. Tus ojos tristes se grabaron en mi recuerdo y de fondo, el sonido del mar le puso banda sonora al momento.
Pude decirte que yo habría tratado de inflamar tu mundo. Que me habría encantado provocar la chispa del cambio y mostrarte algo nuevo. Pude saltar los centímetros que separaban nuestros labios, pues tu forma de mirarme me había dado permiso para hacerlo. Pude intentar ayudarte a reparar tus pedacitos sueltos. Pude y me habría encantado hacerlo, pero elegí no hacer nada, pues aunque el lugar era propicio y tú eras la tentación en verso, preferí dejar todo en un bonito momento.
Me llevaste en tu coche hasta la puerta de mi casa, y antes de bajar, nos miramos un momento.
—¿Por qué? —me preguntaste.
—¿Por qué, qué?
Sonreíste.
—Por qué no estamos en mi casa o en la tuya. Follando, disfrutando… —negaste con la cabeza—. Los dos queríamos hacerlo.
Asentí devolviéndote la sonrisa. Mi yo del pasado lo habría hecho. Mi yo del pasado, habría ejecutado el movimiento y estaría disfrutando contigo de la química que ambos habíamos creado sin quererlo. Años me llevó entender que hacerlo, no era siempre lo correcto. Por eso me bajé de tu coche, cerré la puerta y me incliné sobre la ventanilla para decirte aquello.
Sé que pensabas en ello cuando sonreíste y arrancaste por la avenida. Sé que nunca olvidaste aquel amanecer, a pesar de que jamás volvimos a vernos. Lo sé, porque yo todavía te recuerdo. Lo sé, porque aún pienso si habrás encontrado ya aquel 1% que estabas buscando, o si todavía estarás persiguiéndolo.
Sé todo eso, porque la vida me ha mostrado decenas de caminos y en contadas ocasiones he escogido el correcto.
Ser salvaje es lo que tiene, pocas veces aciertas y así, error tras error vas aprendiendo.
Una de las cosas que he aprendido tras tantas madrugadas, es la que te dije antes de que arrancaras. Una que se resume de un modo conciso y concreto.

—La satisfacción, es la muerte del deseo.









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