La balsa salvavidas de tu soledad
- Ramón Otero

- 25 may 2023
- 4 Min. de lectura

Vemos la tristeza en ojos de otro y recordamos cuando esa persona fuimos nosotros.
Es la serenidad en los gestos, la sonrisa mirando al suelo y unas ligeras arruguitas en torno a los ojos. Son las palabras suaves, cierta timidez y una extraña capacidad para desaparecer cuando los demás piensan que todavía estás.
Sonríes, te muestras educada, incluso cercana, pero cuando alguien se acerca marcas la distancia. Lo haces sin palabras. No necesitas hablar para hacer ver al otro que no quieres más que esa lejana proximidad. La vida duele y de tanto doler te ha hecho rechazar cualquier conato de incendio que pueda prender de nuevo algo similar a ese amor que un día hundió tu barco y lo hizo naufragar.
Aquella noche no debías haber vuelto a casa hasta bien entrada la madrugada. Los planes cambiaron y pudiste escaparte antes de la medianoche. Abriste la puerta en silencio pensando que estaba durmiendo. Te descalzaste y cruzaste el pasillo de puntillas para no despertarlo, pero él ya estaba despierto y no estaba sólo, pues en tu cama había alguien más.
La mejor amiga de una conocida. Guapa y algo más joven, botaba sobre él dejando su olor en tus sábanas.
No lloraste, no gritaste, no montaste una escena. Simplemente dejaste de sentir. Así de sencillo. Sin más.
El dolor fue un relámpago que cauterizó cualquier posible herida que aquella imagen te pudiera causar. El amor sublimó en vapor y en un instante, el proyecto de vida que habías construido con él, fue a pique y se lo tragó el mar.
La balsa de la soledad surgió en la oscuridad de la noche y te subiste a ella pensando que no volverías a ver tierra firme jamás. Lloraste como una perra abrazando el recuerdo de todo lo bonito que pudo ser. Lo que podía haber sido y acabó en el fondo del océano, por culpa de que él quiso más.
Y te quedaste flotando a la deriva, rodeada de la oscuridad de un océano que no te mostraba un destino hacia el que remar.
Había días mejores y días peores. Temporales sacudían cada noche la endeble balsa salvavidas, pero tú te sujetabas con fuerza a los cabos y sostenías tu vida en un fino equilibrio final. Si la balsa volcaba, no quedaría nada de ti. Te hundirías bajo las olas y no te encontrarían jamás.
La tristeza te llenaba por dentro, sin embargo, sin darte cuenta, aprendiste a convivir con tu propia soledad.
No todo el mundo sabe estar solo. No todo el mundo es capaz. Hay que ser valiente para abrazar el silencio y ser capaz de no temer vernos en mitad del océano de la vida sin nadie a quien abrazar. Son pocos los intrépidos que hoy en día se conocen los suficiente como para no temerse a sí mismos y a lo que su propia conciencia les pueda susurrar. En un mundo en el que todo el mundo está permanentemente conectado con el resto, estar solo con uno mismo y disfrutar de ello, es un lujo que no todos se atreven a afrontar. Tú lo hiciste porque no te quedaba otra opción. Era eso o naufragar.
Pero aguantaste todas y cada una de las noches en que el dolor te vino a visitar, y poco a poco, los recuerdos de tu pasado te dejaron de torturar.
Una mañana, sedienta y habiendo perdido toda esperanza, abriste ligeramente los ojos al escuchar el graznido de las gaviotas que en círculos te comenzaban a sobrevolar. Al momento te molestó la claridad. El cielo era azul y el sol brillaba en lo alto. A lo lejos, avistaste al fin la costa y volviste a llorar. Cogiste los zaguales y pusiste rumbo a tierra firme.
Había llegado el momento de regresar.
Cuando llegaste a la playa te diste cuenta de que habías pasado meses sobreviviendo por tu cuenta. Te secaste las lágrimas y contemplaste con cariño aquella balsa que te había mantenido a flote en medio de la tempestad.
Cortaste un trocito de su goma naranja y la guardaste en el bolsillo interior de tu chaqueta, junto a tu pecho, para no olvidar nunca esa soledad que te salvó cuando no quedaba nada más.
—¿Cómo saliste adelante? — te preguntaron cuando volviste a quedar con los tuyos.
Tu sonreíste recordando todas aquellas noches en que lloraste hasta no poder más. Lo hiciste recordando lo cerca que habías estado de tirar la toalla y desaparecer en mitad del océano sin más.
—Siempre hay algo por lo que merece la pena luchar… — respondiste sin más.
Y la gente asentía lejos de comprender el dolor que habías dejado atrás.
Dolió la primera vez que te volviste a encontrar con él, pero mantuviste la barbilla alta y la mandíbula firme. Le sostuviste la mirada y seguiste caminando, recordándote a ti misma que él jamás te volvería a ver llorar.
Y el tiempo pasó y otros se trataron de acercar, pero de tanto llevar cerquita de tu pecho aquel trocito de goma naranja que habías cortado de la balsa de tu soledad, esta se adhirió a tu corazón, haciendo que ya nunca vayas a ser igual.
Eres la que habla en voz suave y a veces se evade. Eres la que mira a los ojos buscando algo que cree que jamás volverá a encontrar. Eres la calma que un día sobrevivió a la tormenta del dolor y eres también el sosiego que proporciona no buscar nada, sino simplemente dejar que todo fluya sin más.

Así eres tú. Una náufraga. Una superviviente.
Alguien que una vez estuvo a punto de desaparecer en el océano de la tristeza, pero que sobrevivió para regresar a tierra firme y siguió con su vida, sin haber dejado nunca de recordar el dolor, llevando consigo siempre, una pizca de eso que le permitió salir a flote en su peor momento.

La balsa salvavidas de tu propia soledad…









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