De allí venimos. Allí volvemos.
- Ramón Otero

- 15 jun 2023
- 4 Min. de lectura

Lo perdí todo en mi pasado. Perdí mis posesiones, mi dinero, perdí mis amistades y el poco amor que me quedaba. Perdí tantas cosas que hasta perdí el tiempo, y cuando me di cuenta habían pasado años y yo era ya viejo.
Aposté mi vida en multitud de partidas y nunca fui consciente de lo cerca que estuve de fracasar. Tuve suerte, lo sé. A pesar de perder todo, de perderme a mí mismo incluso, sé que siempre he tenido suerte. La suerte del superviviente, quizás.
Y perdiendo aprendí a ganar. Y sin quererlo, ni buscarlo, las cosas comenzaron a cambiar. Seguía rozando el límite con la yema de los dedos, pero ya no cruzaba mucho más allá. Bebía menos, consumía menos, follaba menos y hacía el amor más.
Escuchaba más. Sobre todo a la gente interesante que se cruzaba en mi camino; casi siempre mujeres con algo que contar. De ellas aprendí secretos que asimilé para mí mismo y luego poder utilizar.

—El verdadero amor es una tierra de nadie que jamás se debe conquistar —me dijeron una vez.
Tardé años en comprender el significado de aquellas palabras. Tardé años en sentir que el amor se da, pero nunca se puede ir a buscar. El verdadero amor no invade, sino que comparte. No impone, sino que se siente sin más. El verdadero amor huye de lo forzado, no teme a las distancias y por más años que pasen, prevalece sobre los demás.
—No es una hoguera. Son brasas que nunca dejan de calentar.
Viejo era cuando comprendí que todo eso era la pura verdad…
Como tantas veces había perdido todo, aprendí a vivir sin más que esperar. No tenía ropa ni posesiones, no tenía dinero, ni caprichos, coches, barcos, casas… Nada de eso tenía, pues aunque lo tuviera no lo sabría utilizar. No tenía nada material pues una vez leí en alguna parte:
“Lo que posees, tarde o temprano te acabará poseyendo”.
Lo que sí tenía eran sueños, pero no planes de futuro. Sueños que guiaron mis pasos durante toda mi vida.
Un día, mi cuerpo se sentó mirando al mar y sentí pena cuando lo escuché susurrar.
—He llegado hasta aquí. Ya no puedo más.

Era viejo. Estaba desgastado por el sol, el salitre y los años de tanto trote que le había pegado. En mis manos había manchas, en mi piel arrugas y canas y dentro, los órganos vitales, lentamente comenzaban a fallar.
—Has sido un buen compañero… —dijo mi alma el instante antes de partir —. Nunca te voy a olvidar.
Y me elevé observando al anciano que dejaba atrás. Habíamos sido un niño en la guardería. Habíamos llorado, reído, amado, sentido, crecido, vivido, ganado y sobre todo perdido. Habíamos cogido a mi hijo juntos en brazos y cometido todo tipo de pecados por el camino. Mi cuerpo había sido mi cárcel y mi castigo. Una prisión que a veces me había impedido expandirme más allá de los límites físicos y sin embargo, a pesar de todo ello, por lo que juntos habíamos compartido, le profesaba un intenso cariño.
Mi vida llegó a su fin y recordé una noche que durmiendo al raso en pleno desierto, el guía tuareg que nos ayudaba a cruzar el Sáhara, se acercó con una pipa de kiffi y un té con hierbabuena muy intenso. Durante un cuarto de hora permanecimos en silencio bajo el cielo más impresionante que he contemplado en mi vida. Fumé de su pipa, bebí aquel té que calentó mi espíritu, y un momento antes de ponerse en pie, el tuareg, vestido con un polar de color azul (Tuareg significa azul), extendió su mano rugosa, señaló la constelación de Orión y en perfecto español me lo dijo.

—De allí venimos. Allí volvemos.
Recogió los vasitos de té, se puso en pie y se alejó dejándome a solas en la oscura noche del desierto.
Vivimos un breve instante y desaparecemos. No nos llevamos las joyas ni el dinero. Nos llevamos la vida, el amor, lo que dejamos a medias, y todos y cada uno de nuestros secretos.

Aprendiendo a morir, vivimos del modo más honesto.
Eso no me lo enseñó nadie. Eso lo aprendí yo con el tiempo. Si eres joven no lo comprenderás, si eres viejo, en cambio, sabrás a qué me refiero con esto.
El budismo basa sus enseñanzas en un solo concepto; la Muerte es el fin último de todo lo que vivimos y hacemos. Aprendiendo a morir, aprendiendo a llegar en paz a ese momento, vivirás una vida sana, sin miedos. Una vida en la que sentirás el poder que hay en cada gesto, en cada mirada cómplice, en cada beso secreto…
Yo tardé demasiado en aprenderlo. Me llevó una vida entera de errores llegar a esta conclusión. El conocimiento tiene un precio, eso es cierto. En mi caso, lo alcancé siendo viejo.
A ti, que todavía estás a medio camino te digo esto. Tu cuerpo es joven, tienes media vida por delante. Aprovecha cada instante. Vive rozando el límite, pero hazlo siendo consciente de que una tarde, frente al mar, llegará el momento de dejar este cuerpo. Serás ya viejo y habrás cometido cientos de errores, pero quiero ahorrarte uno de ellos.

Quiero que aprendas a morir para poder vivir del modo correcto.
Porque cuanto antes asimiles este concepto y lo que significa. Cuanto antes lo interiorices y apliques en tu día a día, antes encontrarás la paz y la valentía para disfrutar realmente la vida y comprender que debes vivir sin miedo. Ese es mi consejo.
Te grito esto a través del tiempo. Para mí ya no queda nada. Para ti el final todavía está lejos. Te queda mucho amor por sentir, mares que navegar y personas por conocer que no olvidarás jamás. Vive hasta que acabe ese instante que fue mi vida. Hazlo sin miedo.
Yo, me voy. Es hora de comenzar de nuevo. Porque como nos dijo aquel Tuareg en el desierto mientras contemplábamos el cielo…

—De allí venimos. Allí volvemos…









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